La nariz
armónicamente arqueada definía la frontera difusa entre la boca esponjosa y
simétrica y los ojos negros e intrigantes. La cara transparente sostenía la intensa
suavidad de su excelencia; el cuerpo acompañaba con sutileza el imperio del
retrato.
Sin embargo
poco incidían estas cualidades en las ganancias de mis arrobos.
La violencia
de sus respuestas que negaban la sobreactuación, la oportunidad de sus palabras
valoradas por el comando del gesto, la precisión de su indiferencia, el equilibrio
de su voz natural, la finura de su voz de canto limaban el áspero contorno de
mi tormentoso abismo para sosegarlo en su vientre de tranquilidad.
Una noche,
tocada por la firmeza de su animalidad, conocí el diamante de su incógnita.